CésarAlemán

Juventud divino tesoro que ahora valoro cuando ya no lo tengo

Juventud divino tesoro

«Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!». Esta primera estrofa del poeta Rubén Darío nos regala una bofetada con guante blanco, nos confronta con una cruda y triste realidad que se resume en la segunda parte de la estrofa: «cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer».

Tengo la fortuna de trabajar y de haber trabajado por muchos años con jóvenes en distintas disciplinas. Fui su mentor, su jefe, su compañero y, alguna vez, también fui joven. Hoy en día, sigo trabajando con ellos, o más bien para ellos, como su terapeuta, y es en este rol que muchas de las cosas que pienso, converso y escucho en un mundo de adultos dejan de tener sentido, pues la historia contada desde el otro lado del río se escucha muy distinta.

En un gran ejercicio de honestidad y apertura mental, estoy escribiendo este artículo como un ejercicio de autocrítica y de juicio sobre mis propios pensamientos y prejuicios.

Después de leer el magnífico libro «Filosofía para desconfiados» de Vico, un filósofo y escritor español, me detuve en el subtítulo «Perro pulgoso», que me hizo reflexionar profundamente. En él, Vico critica la opinión de los adultos sobre los jóvenes, a quienes señala como tremendamente injustos, sesgados y de pensamiento limitado, con una actitud de corta memoria y una absurda pretensión de no haber transitado por esa bella etapa. Señalamos a los jóvenes, imponiéndoles responsabilidades que, como adultos, soñamos con haber logrado, sin mirar ni recordar que los adultos de nuestro tiempo hicieron lo mismo con nosotros.

En una parte de este capítulo, el autor cita: «Estamos obligando a nuestros jóvenes a vivir en un mundo que odiamos haber heredado de nuestros mayores». Es decir, ahora somos nosotros quienes estamos heredando a los jóvenes un mundo que, como adultos, no estamos siendo capaces de cambiar; simplemente lo estamos pasando al costo, e incluso me atrevería a decir que con una dosis más de indolencia y petulancia de nuestra parte.

Más adelante en el texto, el autor continúa: «La amistad se convierte en un perro viejo y pulgoso que siempre se deja en tercer plano, relegado por el trabajo y las obligaciones sociales». Esto nos habla de la alienación individualista a la que con tanto gusto nos aferramos como tabla de salvación para protegernos de nuestro propio reflejo que son los demás, y que tanto miedo nos da.

Parafraseando lo que el buen Vico sugiere más adelante en ese mismo texto, cuando denunciamos, nos quejamos y nos indignamos por los «vicios» de la juventud, no estamos haciendo más que evidenciar nuestros propios fracasos como responsables de ellos. Hemos sido nosotros mismos quienes hemos educado, modelado y, en muchos momentos, solapado a la juventud. De niños, intentamos protegerlos de los monstruos de la escasez, el maltrato, la violencia, etc., y los fuimos metiendo en una absurda burbuja de cristal que luego nosotros mismos rompimos abruptamente, a jalones y tirones, exigiendo que se enfrentaran a la vida, como si al cumplir la mayoría de edad un mágico manto cayera sobre ellos con todos esos valores idealistas y teóricos que añoramos, pero que nosotros mismos no fuimos capaces de gestar.

En la consulta, es muy usual ver jóvenes confundidos. No porque sean tontos o incapaces de tomar decisiones por sí mismos, sino porque están en medio de diversas vorágines que los atrapan. Por un lado, la presión social, que a lo largo de la historia del hombre hace su trabajo, empujando en uno u otro sentido según el tipo de sociedad. Por otro lado, el «deber ser» que les exigen a gritos y sombrerazos los padres. Y por último, los sueños e ilusiones, a menudo exagerados por las redes sociales y la desinformación de internet, que les parecen lejanos e ilusorios.

Los adultos somos, por principio, modeladores que los jóvenes observan y siguen (queriendo o no) nuestros pasos. Somos nosotros quienes les ponemos la vara alta o baja, torcida o derecha. Somos nosotros, entonces, quienes debemos dar un paso atrás y revisar qué podemos modificar para preparar, modelar y apoyar a los jóvenes a hacer cambios conceptuales, filosóficos y éticos en su actuar en el mundo. Somos los adultos quienes tenemos la experiencia que nos dan los años y el bagaje para poder reflexionar y dilucidar los posibles caminos de cambio y los nuevos vientos que puedan llevar a puertos más deseables.

Ya por último, y para dejar en paz al buen Vico, en la parte final de este subtítulo se habla de amor y amistad, dos cuestiones que los adultos nos hemos encargado de desprestigiar por las experiencias «no gratas» que hemos vivido y por lo inhibidores que suelen ser los años, mermando la pasión por la otredad.

Este llamado a la reflexión y a la autocrítica como adultos puede abrirnos el paso a vivir una nueva juventud. No por los años, sino por el rejuvenecimiento de la mirada al mundo, un mundo que seguramente nos ha puesto de rodillas en muchas ocasiones, pero que si nos esforzamos en recordar, también nos ha dado los cielos y las estrellas. Por lo tanto, bien vale la pena experimentar una juventud voluntaria y sin edades.

Cèsar Alemán           

08 | Agosto | 2025